UTÓPICAS ANDANZAS QUIJOTESCAS

Terminé una lectura obligatoria del Quijote. Debo aceptar que lo hice a fuerza, pues tenía más ganas de babosear en cualquier cosa: salir, dar una vuelta por el zócalo, pedir informes para inscribirme a todas las clases que pueda, ya sea lenguas, escritura, multimedia… entrar al cine, o nada más estar acostada sobre la cama viendo hacia el techo, disfrutando el silencio y el calor de las cobijas sobre mí. Sin embargo, esta novela movió mis entrañas. Alguna vez la leí, pero también fue por obligación, y creo que lo hice en tres días. El caso es que no se me quedó nada del contenido, aunque en aquéllas clases pude responder las preguntas para mi examen. Lo único que podía decir del Quijote antes de mi segunda lectura, es lo que dicen todos: estamos ante la representación de la locura y las implicaciones que ésta tiene cuando la causa es leer muchos libros de caballería. En esta ocasión, después de ocho años de aquella lectura y con algo de vida encima, leer detenidamente las aventuras de este personaje famélico movieron mis emociones y regresaron imágenes que en alguna ocasión quise borrar. Leí con emoción cómo don Quijote deseaba un mundo donde no haya guerras ni caballeros, ya que éstos se formaron debido a los valores negativos que había en su sociedad. De la misma forma, me causó tristeza el hecho de que este personaje no tenía cabida en el mundo que estaba viviendo, pues los valores humanos eran diferentes. De ahí que las acciones destinadas a “enderezar entuertos” resultaran en perjuicio de él y quienes que lo rodeaban. Y con todo en su contra, él seguía en su ideal: salvar al género humano de un mundo de guerra, muerte y decepción. Recordé mis años preparatorianos. Fue imposible dejar de pensar en las lecturas que tuve de los humanistas, el movimiento estudiantil del 68, la época hippie, y lo mejor: profesores que habían vivido aquéllas épocas y las recordaban como momentos dorados, donde se buscaba precisamente el ideal de la vida en común, alejados de políticas y guerras absurdas, para refugiarse en alguna comunidad indígena, donde todo sucedía de una manera natural y esencialista. Poco a poco mi pensamiento se volvió parecido al de mis mentores: vestí y hablé a la usanza de mis joviales preceptores, fui iniciada en un círculo artístico-humanista jamás conocido, y ahora adorado. Fue común salir de las clases de aquel bachiller y acudir a más clases específicamente artísticas. Saliendo de ellas era aún más fácil asistir a todo género de eventos: exposiciones de pintura, obras de teatro, presentaciones de libros, obras coreográficas, películas de arte… Las jornadas transcurrían de siete de la mañana a diez, incluso once de la noche. Al mismo tiempo, mis lecturas y cultura general se hacía variada: Elena Poniatowska, María Sabina, Alejandro Jorodowsky, Carlos Castaneda… Woodstock, Beatles, Doors, Pink Floyd, Rolling Stone… Rojo amanecer, La canoa… y tantas que ahora no recuerdo. A esto debo agregar que el descubrimiento de un mundo complejo e intransigente por parte de quienes deberían tener cordura política, religiosa y educativa, produjo un cisma en mi púber madurez. Por esa razón, tanta lectura, música y películas llenaron mi cabeza de mil imágenes… Y fue que, un día, decidí tomar descanso en mi turbado aprendizaje teórico, y decidí acometer las andanzas de una hippie a inicios de siglo XXI buscando una paz espiritual y comunal. Lo primero que hice fue pensar a qué me dedicaría… Por suerte y casualidad, se encontraba una caravana de artesanos indígenas en la plaza principal de mi ciudad. Me acerqué a quien me dio confianza, le pregunté detalles de la exposición, pregunté también cuanto tiempo estarían en ese lugar; finalmente, me aventuré a preguntarle si aceptaría a una aprendiz de artesana. Durante la semana de su caravana, obtuve los rudimentos de una artesanía hippie. Mi instructor preguntó si quería seguir aprendiendo, y al ver que podría encontrar un oficio acorde a mi nueva forma de pensar, le contesté afirmativamente. La semana terminó con una caravana que tenía una novel integrante. Conforme avanzaba el autobús, veía con asombro el cambio de paisaje: las casas, edificios, calles y automóviles poco a poco iban menguando para dar paso a una espesa vegetación, lluvias variables o continuas, y la selva montañosa atravesada por la única carretera que llevaba a las ruinas arqueológicas, conocidas en el país por su inigualable muestra del esplendor maya. Llegando a la mitad de aquel tramo carretero, el autobús se detuvo, dejándonos a mi instructor y a mí en lo que parecía ser un sitio destinado al turismo ecológico. Mi asombro se hacía mayor al constatar que el lugar era un paraíso para todas las personas que, como yo, buscaban afanosamente un sitio de recogimiento e iluminación. La mayoría de estas personas eran de distintas partes del mundo, muy pocas eran mexicanas. A diferencia mía, ellas estaban de paso, pues todas tenían una manda para cumplir, y era residir temporalmente en los sitios más apartados de México, donde la presencia de comunidades indígenas fuera evidencia y faro en la búsqueda de aquéllos conocimientos primigenios y universales, preservados celosamente ante la voraz expansión capitalista. El lugar era enorme, dividido ecológicamente en tres negocios turísticos familiares. Todos tenían cabañas y restaurant, pero sólo uno de ellos tenía un sitio especial, destinado a quienes quisieran tener una experiencia mimética con la vegetación. Con ese fin fue construida una gran palapa donde los ambulantes se quedan a dormir en hamacas y convivían con los demás. El restaurant también era característico, pues sólo reparaba comida vegetariana. La dueña de esa sección, era una alemana que había decidido retraerse por esos lugares, adoptando el hinduismo como religión, y cambiando su nombre a Rakshita, cuyo significado es “la protegida”. Ese era el motivo por el cual su negocio formaba parte de aquella moderna peregrinación. Otros lugares eran Real de Catorce, Zipolite, San Cristóbal de las Casas, Agua Azul, Tulum, Guatemala y Honduras. Solían llegar en grupos y contaban que se habían conocido en el transcurso de esa ruta. Trataban de viajar de aventón, y si no lo conseguían utilizaban los autobuses. Por las noches, solían reunirse en una cabaña que se encontraba cerca de la carretera, unos kilómetros más adelante. Compartían sus experiencias mientras comían o bebían té de hongos al tiempo que fumaban cigarros de mariguana. Por cierto, hablaban de los hongos con mucha reverencia, se dirigían a él como “el hongo”, atribuyéndole poderes sobrenaturales, los cuales formaban parte de su ser al momento de consumirlo, de ahí que se adquiriera la buscada iluminación. No pocos sabían cocinar comida vegetariana, por lo que solicitaban permiso a la dueña para preparar algún platillo para ofrecer como cena en el restaurant, y el pago se retribuía en alimento u hospedaje. Por las noches tocaban sus tambores, cantaban y danzaban con instrumentos de fuego, mientras duraban los efectos alucinógenos, y hasta ser vencidos por ellos. Aunque también debo decir, que muchos de ellos podían prescindir de aquellos efectos para realizar los mismos rituales (aunque era por poco tiempo). Durante el día, o mejor dicho, cuando despertaban, comenzaban su labor artesanal al tiempo que tendían sus mantas para mostrar la bisutería ya terminada. Durante mi estancia vi a varias parejas jóvenes que estaban a pocos meses de tener hijos, y deseaban fervorosamente poder parir en medio de aquella selva, adentro de un chapoteadero que la misma dueña habrá mandado a hacer para ese fin. Durante el tiempo de mi estadía ninguna pudo lograr ese objetivo, por lo que se conformaban con dar a luz en la clínica del municipio. Por cierto, sus hijos invariablemente tenían nombres indígenas, ya sea en zapoteco, mapuche, otomí, maya, azteca, o algún otro que hayan oído y conocido su significado, mientras vivieron en el lugar donde se hablaba esa lengua. A diferencia de mis amigos nómadas, deseaba quedarme en aquel paradisiaco lugar para aprender tales costumbres. Desafortunadamente fue imposible para mí aprender el oficio de la artesanía debido a que no tenía las herramientas necesarias (desde pinzas de diversos tamaños hasta piedras cristalinas, conchas, rocas y otros abalorios con los que hacían singular bisutería). Por esa razón determiné preguntarle a Rakshita si me aceptaría como ayudante de sus cocineras (que eran señoras originarias de ese municipio) a cambio de hospedaje y comida. Ella aceptó maternalmente, tanto, que además del trueque propuesto, me asignó un salario. Seis meses viví en aquél lugar inolvidable, no sólo por las montañas, la selva, la lluvia constante y el alarido de los monos durante la noche bajo el cobijo de una hermosa bóveda celeste. Ese lugar es la idea encarnada, buscada por mí y otros más, en la cual se vivía una esencia pacífica, donde existía una convivencia feliz, gracias al fruto de nuestras labores. Sin embargo todo aquello no me bastó. Seis meses fueron suficientes para darme cuenta que, así como deseaba vivir en tal estado de armonía, veía con el mismo desconcierto que no podría realizar aquellas actividades durante toda mi vida. Al igual que don Quijote, desperté de mi ensueño después de aventurarme en tan singular búsqueda. Deduje que sería imposible tener una vida nómada, y peor, formar una familia siguiendo aquella usanza. Muchas familias jóvenes conocí, en edad poco mayores a la mía, ya con dos o tres niños pequeños. En las grandes pláticas que tuvimos, jamás supe que hubieren determinado vivir de forma sedentaria. Definitivamente no quise lo mismo para mí. Me despedí pesarosamente de todos los que me habían ofrecido una amistad sincera. Al final, un grande y tierno abrazo de Rakshita marcó el fin e inicio de una nueva etapa. Llegué a la central de autobuses para realizar las diligencias. Aproximadamente doce horas después, había llegado a mi próximo destino. Terminaría el último año del bachillerato artístico-humanista para, doce meses después, profesionalizarme en el estudio de la literatura. Ahora, como entonces, los libros son artífices del mundo que voy creando. Sin embargo, estoy contenta y agradecida por haber conocido a más personas que encierran el espíritu de don Quijote, aunque, al igual que él durante sus primeras andanzas, aquellas se encuentren en tiempos distintos de aquéllos gloriosos sesentas del siglo veinte.

Comentarios

  1. Vaya! Un buen texto. Una experiencia interesante, dirían por allí: un imposible de los del Quijote.

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  2. Deberías escribir más testimonios de tu época hippie. Han de ser, literalmente, todo un viaje.

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  3. Pues sí, supongo que tengo algunas aventurillas viajeras, por supuesto, al estilo Quijote.

    Saludos

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  4. Gracias por la visita Antar

    Me parece perfecto que te guste

    ¡Saludos poblanos!

    Damiana

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  5. Carajo, Damiana. Cada literatura es un testimonial. Una sacudida de entrañas esto que escribiste. (Con todo, yo sigo sin disculpar el desorden de los jipiosos; luego hablaremos al respecto).

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  6. Ya ves amigo...

    Pero está chida la vida cuando estás cerca.

    Saludos

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